Recuerdos de la canchita

Te acordás cuando el fútbol era un interminable juego con amigos, con el único objetivo de meter una pelota de cuero —gastada y comprada entre todos— en un arco quizás marcado nada más que con dos ramas o piedras.


No hablo de las canchas en las que se jugaban fieros torneos barriales, con equipos de once, uniformes, referís, arcos con travesaño y red, y que hasta tenían marcado el campo de juego.


Hablo del potrero, el campito, o la canchita. Ese terreno sin dueño, de cualquier forma y tamaño que, generación tras generación, supo reunir al piberío de cada barrio en torno a su máxima diversión.


Eran tantos los terrenos sin construir en los suburbios, que en pocas cuadras coexistían varias canchitas. Cada tanto se jugaban “desafíos” contra los de “la otra cuadra”, pero mayormente se jugaba entre amigos y en el mismo campito.


Quienes vivían en el Centro, quizás no accedían a un potrero o una plaza, pero eso no impedía que jugaran sus partidos en alguna calle cortada o poco transitada del barrio.


Aquellos partidos no se regían por un reglamento escrito, aunque existía un código de etiqueta compartido por los participantes. Repasemos sólo unas pocas de aquellas normas informales, que nadie nos enseñó, pero todos conocíamos a la perfección…


La cancha nunca estaba marcada y sus límites eran difusos. La pelota estaba en juego mientras el terreno lo permitiera. Si se jugaba en la calle, la “pared” siempre habilitaba.


Los arcos marcaban la categoría del potrero. En los más simples, se usaban ramas o piedras. Llegar a ponerle arcos con travesaño a tu canchita siempre fue una de las más altas aspiraciones de todo jugador de barrio.


Los equipos se elegían en la clásica “pisada”, en la que dos de los jugadores seleccionaban por turnos a los restantes integrantes de cada equipo entre todos los dispuesto a jugar.


Alejandro Dolina nos regaló este magistral texto, que describe en detalle este legendario ritual de selección.


Nadie quería jugar de arquero, y había que distribuir la carga entre todos los jugadores. Se podía rotar el puesto después de cada gol, o jugar con “arquero volante” si el equipo rival no mostraba un real afán ofensivo.


Sin árbitro, el juego se auto-regulaba. No se fingían infracciones, pues no había a quien engrupir. Si se jugaba fuerte, lo más probable era que antes de que se cobrara la infracción, se armara una gran batahola.


Al no haber referí, ni áreas, los penales eran infrecuentes. Pero en ocasiones se recurría al “penal sin carrera” para dirimir una situación conflictiva, como la validez de un gol cuando había dudas de si la pelota había entrado (era mejor que el VAR).


Los partidos no tenían una duración prestablecida. Podían finalizar por ausencia de jugadores (llamados a comer o a “tomar la leche”) o por falta de luz (sobretodo en invierno). En ocasiones, quienes terminaban de jugar ya no eran los mismos que habían comenzado el partido.


Cuando la distancia en el marcador imposibilitaba una remontada, y el cansancio presagiaba el final de la jornada, el canto de “el próximo gol gana” renovaba la esperanza y motivación de todos los jugadores hasta el final del partido. Esta es la regla que le propondría a la FIFA.

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